Narodowski (1995) afirma que con la massmediatización de la cultura la definición moderna de infancia y adolescencia como niñez y juventud escolarizada han estallado. La escuela, señala, ya no es el ámbito exclusivo de trasmisión de saberes y constitución de subjetividades e identidades.
Resulta evidente que la historia se ha acelerado: la sobreabundancia de hechos y acontecimientos en el mundo, en condiciones de conexión mediática y tiempo real, genera la exigencia de tener que comprender todo el presente. Inés Dussel, Ana Abramowski, Belén Igarzábal y Guillermina Laguzzi (2010), subrayan que lo nuevo en las sociedades no es el peso de la imagen sino sus modos de producirse y circular; es decir, su inscripción en un nuevo dispositivo de lo sensible que exhibe maneras de ver, de sentir y de decir distintas a las acostumbradas (Rancière J., 2010). Precisamente, en la intersección entre la capacidad de ver y los discursos sociales sobre qué y cómo puede o debe ser visto se configura un cierto régimen de visibilidad que convierte a los seres humanos en sujetos visuales (Mirzoeff N., 2006). O, quizá, virtuales.
Este exceso de acontecimientos que caracteriza a la sobremodernidad y que se refleja en las referidas modificaciones sobre el tiempo, el espacio y el propio individuo, provoca una serie de interrogantes acerca de la situación de las escuelas y, especialmente, de la enseñanza. Frente a una imagen cada vez más distanciada de aquella otra que la homologaba con un templo de la civilización, la actual pareciera asemejarse más al “reino de la necesidad”.
Simultánea y paradójicamente, la escuela, se encuentra en una situación de privilegio y vulnerabilidad. En un lugar en el cual se hacen presentes con singular fuerza y vitalidad los cambios y las transformaciones epocales. Es un espacio que debe dar respuesta a los nuevos desafíos y en el cual están cristalizados las viejas prácticas y modelos (Arata N. y Ayuso M.L., 2012). Y es, también, un ámbito de entrecruzamiento entre lo privado y lo público, una institución en la cual se entrelazan la familia y el Estado, pero también el mercado, la cultura de masas, las nuevas tecnologías de la comunicación y la información y la opinión pública.
Así pues, en las escuelas y en las aulas como en muchos otros ámbitos, parece reinar la urgencia y la incertidumbre del momento. Las prácticas escolares rígidas y rutinarias, la repetición de programas y ejercitaciones, los contenidos descontextualizados e incluso obsoletos, la persistencia de estilos didácticos poco innovadores, conducen a una especie de “ficción pedagógica” que fomenta la pasividad de los estudiantes, llegando a veces hasta el extremo de la caricatura educativa. Así pues, la matriz o maquinaria escolar, ejerce la dominación de los cuerpos escolarizados (Moreno Gómez W., 2009).
Hoy, increíblemente, la virtualización no es una desrealización, sino una mutación de identidad, un desplazamiento del centro de gravedad ontológico del objeto considerado: en lugar de definirse principalmente por su actualidad, la entidad encuentra así su consistencia esencial en un campo problemático (Levy P., 1999). Hoy, increíblemente, el chat, los mails, los teléfonos celulares, la Wikipedia, el Facebook y el Twitter, los procesadores textos, los contenidos multimedia y los buscadores digitales entre otras aplicaciones, han convertido a los jóvenes en expertos de las nuevas tecnologías.
Resulta obvio que la escuela, en general, y la enseñanza, en particular, se ven amenazadas por importantes procesos de erosión y deterioro, habida cuenta de las marcadas transformaciones sociales y culturales del mundo actual. La institución educativa en cuanto organización históricamente determinada y culturalmente construida (Gonzalez Amorena, M.P., 2004), se vuelve cada vez más compleja y heterogénea, a causa de la complejidad y heterogeneidad de sus propios alumnos y del contexto social que la rodea.
Es difícil decirlo en dos palabras o reducirlo a un problema específico, pero entre las muchas dificultades que se le plantea al viejo oficio de enseñar, se suma hoy el de la desubicación de la infancia, en particular, de las que han crecido con los medios y hoy lo hacen en la era digital (Feixa C., 2007).
La pesada maquinaria escolar moderna, otrora productora de órdenes corporales y cuerpos disciplinados, higiénicos, binarios, homogeneizantes y rutinizados, pareciera debilitarse (Sacharagrodsky A., 2012). William Moreno Gómez (2009) ratifica que la escuela no es eterna, ni universal, es advenediza, conviene a alguien, es expugnable, su aureola de civilización puede y debe ser revestida por lo tanto hay que ponerla en cuestión. Hoy los cambios de soportes no cuestionan para nada las ciencias: crean solamente nuevos modos de investigación y de transmisión que modifican las habituales formas de aprender y comprender (Chartier, 2008).
En tales circunstancias, debemos reconocer que en el centro de la escena está la crisis del sujeto desde el cual fue pensada la enseñanza escolar. Debemos advertir que convivimos con otros modos de ser y de ver. El mundo contemporáneo, entonces, no necesita lectores sino otra cosa. A esta crisis del sujeto como plantea Anne-Marie-Chartier (2008), se suma una crisis cultural nacida de la competencia entre antiguos y nuevos medios. Definitivamente, en esta sociedad de los massmedias, las mediaciones tecnológicas se han constituido en una dimensión con densidad cultural, política inherente a toda práctica social. Aprovechemos, entonces, esta época de convivencia de formas de escritura diversas: manuscritos, libros impresos y documentos digitalizados, que perduran y suponen alfabetizaciones múltiples y diversas; y vayamos incorporando de manera paulatina la tecnología a la educación como nos propone Marc Prensky.
Primero, jugando con la idea; mientras tanto sigamos haciendo lo viejo a la manera vieja; luego tratemos de hacer lo viejo a la manera nueva para, finalmente, hacer cosas nuevas de modos nuevos.
Raúl PELLEGRINI