La primera escena que propongo trabajar es la que corresponde a mi primer contacto con la computadora. Cuando comencé a transitar mi escuela secundaria, en una escuela privada católica (casi la única oferta educativa de nivel medio de la pequeña localidad en la que transcurrió mi adolescencia), se hablaba cada vez más del ingreso de la computadora como herramienta educativa y se sospechaba que una formación que se preciara de completa debía incluir tales nociones. En este sentido fue que las autoridades de mi escuela redoblaron esfuerzos y adquirieron unas quince máquinas (si mal no recuerdo unas Compaq 286, último lanzamiento al mercado), cuyo sistema operativo resultaba bastante complicado. Simultáneamente con la compra, se envió a las profesoras de Matemática a realizar una capacitación en la vecina localidad de Río Cuarto, principal centro de formación de la región. Luego de tres meses de “formación” llegaron con un nutrido material respecto de las “máquinas”, que transcribimos en nuestras carpetas, con una carátula de COMPUTACIÓN. Nos sentíamos que estábamos ingresando al siglo XXI de manera acelerada, aunque no percibíamos demasiada utilidad en aquello que íbamos aprendiendo.
Algunos datos curiosos de la escena: las máquinas fueron colocadas en lo que era la biblioteca, una hermosa biblioteca, con maravillosas colecciones de libros, muchos clásicos, mucha historia, mucho arte, mucha cultura. Para ello, se descolgaron algunos cuadros que engalanaban el espacio, de paredes celestes, y se destinó a los libros la mitad del espacio, sacándose las mesas y sillas que servían para ir a leer a la biblioteca. Si leemos el hecho a la distancia, podríamos pensar que ya las monjitas sospechaban el tremendo reemplazo de la palabra escrita que significaría algún día la presencia de la pantalla, aunque en ese entonces no fueron más que elementos de marketing para atraer a nuevos alumnos.
Por otro lado, la computadora constituyó un contenido más para copiar y estudiar, no una herramienta educativa. Nunca supimos bien para qué servía, y no lo sabríamos hasta la llegada de Microsoft y del tan bien ponderado Google.
La segunda escena también remite a mi experiencia personal y tiene que ver con un segundo ingreso a la “era digital”: a fines del año ’93 concluí el profesorado y alguien me inspiró la tentación de postularme a una beca para continuar estudios de posgrado. Lamentablemente, había que completar los datos de manera digital, amén de la copia papel. La tarea no era sencilla, puesto que no había tenido contacto con ella, más que mi incipiente coqueteo con la informática del tercer año del secundario.
La facultad contaba con un gabinete de computación, con cuatro máquinas, y un experto que hacía las veces de tutor para cualquier duda que tuviéramos. Fue así que me adentré en la sala y le fui haciendo preguntas, desde “¿cómo la prendo?” hasta llegar a la impresión del documento. Lo primero que me llamó la atención fue la posibilidad de justificar los márgenes y la interlineación automática, léase no tener que hacer el crack crack con la palanca de la Olivetti Lettera, ni hablar de la posibilidad de corregir sin descartar la hoja. Pensaba, en esa época, que la computadora no tendría más ventajas que esas para ofrecerme. Veinte años después debo reconocer mi error, el mismo que cometí cuando pensaba que los viejos Tango 300 serían un lujo pasajero, reservado sólo a las clases acomodadas. Cuando veo a los jóvenes de la escuela secundaria, sin demasiadas posibilidades económicas, manipular sus Blackberries, adquiridos en cuotas a partir de que perciben la imperiosa necesidad de estar conectados todo el día, me doy cuenta de que las mentalidades juveniles han cambiado. Y han cambiado porque ha cambiado la época, porque las percepciones no son las mismas, debido a que el entorno se ha transformado. La era digital nos depara muchas sorpresas seguramente, algunas de las cuales terminaremos por rechazar.