Los boletines escolares, contienen la selección de disciplinas que en occidente se consideran importantes enseñar atendiendo a las lógicas, generalmente, de la cultura dominante. En ellos, aparecen las calificaciones de las materias que los estudiantes cursan en la escuela. Calificación es sinónimo de evaluación y ésta sinónimo de enseñanza y aprendizaje, como si estos procesos podrían sólo comprenderse a través de una calificación. Aquel canon de disciplinas permanece casi invariable tal como plantea Benavot, A. (2002:62) “En el nivel primario, la mayor parte de los conocimientos escolares se definen en seis áreas temáticas que predominan casi universalmente: lengua, matemáticas, ciencias naturales, “ciencias sociales”, formación estética y educación física. Estas asignaturas escolares representan el núcleo curricular de la educación primaria y normalmente corresponden al 80-90% del total de las horas lectivas durante los seis primeros años de escolarización obligatoria.” Y también el núcleo básico o común en la Educación Secundaria, y sobre ellas se desarrolla, además, la Formación Docente. Estas disciplinas se evalúan, y se traducen en un número que los docentes volcamos en los boletines, configurando o “etiquetando” un tipo de sujeto que naturalizamos, según el éxito o el fracaso escolar, atribuible a cada individuo. En el “entre” bucearemos sobre lo no dicho en la cultura material de la escuela traducida, en este caso, en los boletines escolares.
Tonucci (1994) plantea la concepción de evaluación como calificación, etiquetamiento, informe, que se traduce en un número o un rótulo, en este sentido, cabe preguntarnos, ¿Qué entendemos por evaluación? ¿Por qué es tan importante la calificación? ¿Qué poder detenta la misma en manos de un docente acrítico? ¿La prueba, la representación que tenemos de un sujeto, la cantidad de saberes reproducidos literalmente, son sinónimos de aprendizaje escolar, de comprensión, de traducción de las tramas y experiencias que constituyen a un sujeto?.