Detenerse a pensar en los boletines escolares, uno de los “objetos-huella” de la escuela en palabras de Saccheto[1] y, en este caso, “mirar” a las diversas emociones asociadas a ellos; implica – como señaló Finocchio en el primer Foro de practicas haciendo suya la propuesta de De Certau – hacer un recorte luminoso de un objeto ordinario, fugaz, evanescente y trivial que, agrego yo, ha sido un testigo fiel durante nuestro recorrido por la escuela.
El recorte que propongo se refiere a “otros” aspectos que contiene el boletín, más allá de dar cuenta de las calificaciones obtenidas por el alumno.
Y dentro de esos “otros” aspectos, quiero detenerme en primer lugar en quién firma el boletín (1º escena que presenté) y luego en aquello que también se dice sobre el alumno y que no se refiere a la calificación de los saberes adquiridos (2º escena narrada).
Si consideramos a los niños como auténticos “actores sociales” – como sostiene Stagno en la clase “Sobre las formas de pensar y vivir las infancias” siguiendo los principios de la sociología de la infancia – y que aunque dependan del cuidado de los adultos (familia y otras instituciones), las sociedades actuales les reconocen una alta cuota de autonomía y legalidad como integrantes de la sociedad; me pregunto si no sería pertinente que, además del docente y padres, cada alumno firme su boletín de calificaciones pues acuerdo con Litwin cuando sostiene que “…Un documento que lo tiene como principal protagonista debe reservar un espacio para su firma”.
Y respecto a la “firma del padre, tutor o encargado”; ¿por qué no se incluía la palabra “madre”? Aquella niña que a partir de sus 10 años ya no tuvo a su padre para que firmara el boletín en el espacio reservado para él; cada vez que lo recibía sentía que esa omisión significaba que la escuela no advertía que ella era una niña en estado de necesidad – como diría Zelmanovich – en este caso, necesidad que la madre (esa persona que cuidaba de ella y que era quien cumplía la función adulta en coincidencia con su rol materno, pero que para ella no era sinónimo de “padre, tutor ni encargado”) tuviera su espacio en el boletín pues al no estar mencionada, sentía que se subrayaba su sentimiento de orfandad.
Retomando la 2º escena narrada; en mis boletines durante el transcurso de la escuela primaria en el espacio reservado a “observaciones” casi siempre las maestras escribían: “Respetuosa y responsable pero muy conversadora”. Nunca supe qué significaba para los unos y los otros (escuela y familia) esa observación; y mi opinión acerca de ese rasgo que el boletín insistía en resaltar mutaba de virtud a defecto según las circunstancias.
Hoy – parafrasendo a Terigi cuando se refiere a la naturalización de que son objeto algunas categorías escolares – me surgen algunos interrogantes respecto a aquel “Pero muy conversadora”: ¿Para quién?, ¿Por qué? ¿En qué circunstancias? ¿Sobre qué temas? ¿Con quién/es?. “Ser muy conversadora” ¿constituye “per se” una dificultad en el ámbito escolar?
A modo de cierre: El momento en el que el niño firme su boletín puede constituirse en un espacio de diálogo con los adultos para que escuchen su voz respecto a todo lo que sobre él, “dice” el boletín y también para que el niño puede expresar las emociones varias que le suscita ese objeto llamado boletín; a veces deseado, otras temido, a veces buscado, otras evitado y otras tantas… suscitándole emociones que permanecen ocultas a la mirada de los adultos.
[1] Viñao, Antonio (2008) “La escuela y la escolaridad como objetos históricos. Facetas y problemas de la historia de la educación”, História da Educação, vol. 12, n° 25, pp. 9-54.